Anfibia revista online septiembre de 2014
MELINA ROMERO
LA MALA VÍCTIMA
por Ileana Arduino
por Ileana Arduino
Melina Romero fue presentada, como muchos otros jóvenes pobres, por sus
carencias: ni estudiaba, ni trabajaba, ni era una "buena
adolescente". Confirmada su muerte, hoy no es una buena víctima. Para
Ileana Arduino, abogada con experiencia en políticas de género, el caso Melina
es la consecuencia de modos de relación dominante: vivimos en sociedades que
enseñan a las niñas a no ser violadas en lugar de enseñar a los varones a no
ser violadores.
1. Una niña de 17 años aparece embolsada en plástico negro, sumergida en
aguas podridas del conurbano bonaerense, abonando así al rito ya reiterado de
cuerpos de mujeres tratados como basura. Como un acto reflejo, la misoginia
motorizada por la maquinaria comunicacional hegemónica abusa de su extendida
empatía, apunta y dispara, sin rodeos hacia ella (s).
2. Asistimos por estos días al discurso que se concentró en la víctima
con oscilaciones más o menos explícitas hacia otra mujer, su madre. La
condición policial del padre, que atendiendo el lugar de los hechos y la
tradición de crímenes mafiosos que atraviesa a la institución que integra
podría habilitar las más diversas especulaciones, fue puesto en la escena
mediática al solo efecto de reforzar cuán desobediente, cuán desafiante ha sido
esa niña y sus opciones de vida.
3. Ese empecinamiento en culpar a la víctima resurge con un vigor
intacto y excede la irresponsabilidad individual o corporativa de quienes lo
han expresado. Desde que se ha reconocido a la dimensión simbólica y la
expresión mediática como formas de violencia de género, hubo conquistas y
avances, pero casos como el de Melina marcan cuán difícil es el camino para la
remoción de los dominios del patriarcado. La reinstalación de estos discursos
que culpan a la víctima es una oportunidad para insistir respecto de algunas
otras cuestiones que suelen quedar opacadas por la violencia del hecho ocurrido
y neutralizadas por la provocación discursiva.
4. El mecanismo busca reforzar la idea de que aquellas chicas que asuman
lo que en los varones es visto como atributo sean responsabilizadas por ello,
por pasar sus días buscando, parafraseando a Lydia Lunch, satisfacción, o peor
aún, su satisfacción. No importa si esas son las circunstancias del caso de
Melina, pero en todo caso la oportunidad, y lo poco que se sabe acerca de dónde
fue vista, fueron desprolijamente amalgamados en una serie de lugares tan
comunes como sexistas. A pocos días de sus desaparición, Melina empezó a ocupar
la escena bajo una serie de expresiones negativas, muy en línea con esa operación
ideológica que reduce la biografía de los y las jóvenes pobres a ser definidos
por la carencia, los “Ni Ni”. Ella ni estudiaba, ni trabajaba, ni era una buena
niña, por lo tanto no es hoy una buena víctima.
5. En este punto, basta con tomarse unos minutos para evocar la forma en
que Ángeles Rawson, del barrio de Palermo era presentada públicamente para
constatar que entre nosotros también es posible encontrar aquella forma
diferenciada de tratamiento categorizada con la noción de “víctima blanca” en los
Estados Unidos, lo que constituye casi una redundancia. Todo lo que en el
perfil público de Ángeles u otras “buenas víctimas” aparece definido como
pérdida de oportunidad, como vidas inexplicablemente truncadas, “arrebatadas”
se suele decir, en casos como el de Melina, aparecen definidos como carencias,
se las presenta como causas, y a ellas como responsables.
6. Esta distinción y el modo en que se refuerzan las diferencias
políticamente construidas y discursivamente reforzadas podría apoyarse, con
ayuda de Judith Butler, en las nociones de precariedad de la vida y la
existencia diferenciada según seamos o no dignos, o dignas, de duelo. Así, en
el texto introductorio de “Marcos de la guerra. Las vidas lloradas”, Butler
enseña que la precariedad es constitutiva de toda vida mientras que la
precaridad es ya una condición política inducida que diferencialmente expone a
las personas. Podríamos aventurar que entre ambas vidas, Angeles y Melina, hay
una precariedad compartida en términos de género, que converge con la
precariedad diferencial de Melina. Desde la presentación discursiva dominante,
algunas pérdidas de vida nos son presentadas como dignas de llanto, mientras
muchas otras aparecen condenadas a soportar una exposición diferencial a la
violencia y la muerte, y por lo tanto, a ser sustraídas de la solidaridad
empática a través de una hiperdiferenciación entre ellas y nosotros. Se
configuran así escenarios en los que, sin identificación afectiva debido a la
ausencia de una “buena víctima”, se presentan límites para la reacción
política. Esta reacción, señala Butler, está asociada al duelo frente a la
injusticia o la pérdida insoportable y, en tanto tal, podría conducir a las
transformaciones. Aquí existe un amplísimo abanico de interpretaciones y
lecturas posibles acerca de la captura televisiva de los casos. Sólo por
plantear una pregunta elemental: ¿qué factores movilizan o paralizan una
reacción social más amplia o condena a los casos a licuarse en el olvido?
7. Retomando la cuestión desde una perspectiva de género, cuando vemos
la intensidad del reproche que le dirigen a Melina y el recorte que sin azar
hacen para perfilarla, es casi imposible no evocar el comienzo implacable de
“Paradoxia. Diario de una depredadora” donde Lydia Lunch decía: “Los hombres –
un hombre, mi padre- me trastornaron de tal manera que llegué a ser como
ellos. Todo lo que adoraba en los hombres, ellos lo despreciaban en mí:
indolencia, arrogancia, terquedad, desafecto y crueldad. De naturaleza fría y
calculadora, era inmune a todo lo que no fuera mi propio interés. Nunca fui
capaz de admitir las repercusiones de mi comportamiento”. Ese padre,
esos hombres, el patriarcado capitalista o el capitalismo patriarcal en fin,
están ahí, operando social y culturalmente la construcción de las niñas como
objeto de consumo privilegiado. Y convocándolas explícitamente a construirse
bajo la premisa que impone una precoz hipersexualización de las identidades
para luego reducirlas a la cosificación más extrema. Al mismo tiempo,
aunque jerarquizados, los varones son, tal como enseña Rita Segato en “Las
estructuras elementales de la violencia”, presionados por la moral tradicional
y el régimen de estatus a reconducirse todos los días, por la maña o por la
fuerza, a su posición de dominación. Ambas trayectorias, por razones distintas,
son degradantes.
8. Cuando resultan exterminadas por el dispositivo sancionador machista,
si no logran superar el estándar de la víctima acorde con las expectativas,
serán doblemente lapidadas, primero por sus victimarios, luego por el discurso
dominante que, tras machacar con que la clave del éxito está en la disposición
(para los demás) de sus cuerpos, en la misma operación las condena por eso.
Este último golpe de domesticación es parte indispensable de esa violencia
expresiva y como tal está dirigida a las que escuchan: para que aprendan
a ser buenas chicas y vean cuál es el lugar correcto, por dónde circular y por
donde no; y si aún las cosas van mal, al menos serán confirmadas como buenas
víctimas. Incluso si mueren, podrán ser víctimas perfectas. Claro que si son
blancas, ese es un camino menos escabroso.
9. El entramado de prácticas de sujeción basadas en el género fluctúa
entre la invisibilidad de la opresión autoadministrada con la que nos regulamos
y esa violencia expresiva que tiene sus vectores en muertes como la de Melina.
La reacción despiadada dirigida a responsabilizar a la niña ofrece una música
reconocible a quienes ancestralmente estamos inmersos en estructuras sociales
en las que la seguridad de lo “femenino”, la preservación del cuerpo de ellas,
es una responsabilidad que les es asignada en primer lugar. A diferencia de
otros bienes como el de propiedad -que el Estado defiende como bien jurídico
incluso si nosotros como titulares nos opusiéramos a que el robo de lo que nos
pertenece sea investigado-, el cuidado del cuerpo femenino es, según se nos
enseña desde muy pequeñas, tarea primaria de las mujeres. Ese cuidado está
sostenido por un conjunto difuso de represiones, en particular aquellas que son
administradas por la vía de la autorregulación y la autocensura basadas en
estereotipos, conformándose así una primera malla de dominación hegemónica.
Cuando ese tejido no funciona o es desafiado por quienes debieran portarlo,
aparece como recurso privilegiado el reflejo de la responsabilizar a la
víctima.
10. La investigación judicial puede ser llevada de las narices por la
performance de las coberturas televisivas. Y así se complejizan las
posibilidades de hallar una verdad que se debe construir sobre la base de
procedimientos que muchas veces no logran conformar las ansias del rating.
Antes que regular o mitigar a fuerza de avance y eficacia las distorsiones
comunicacionales, son los procesos judiciales los que acaban marchando al ritmo
del timing mediático. Para ocuparse de lo que ocurrió, habrá tiempo
cuando la atención se desvíe hacia otro lado, si es que la pérdida de un tiempo
inicial que todos repiten como determinante pero pocos respetan, puede ser
recuperado. Por lo pronto, además de contradecir pautas humanitarias
básicas, la circunstancia de que la familia se enterara del hallazgo del cuerpo
de la niña por la televisión advierte sobre una desconexión sustantiva entre
los responsables de la investigación y las víctimas directas del caso. Ojalá
ello fuera un aprendizaje tras aquel macabro despliegue de aparato que supuso
el hallazgo del cuerpo de Candela. Además de convocar al Gobernador y la
televisación en cadena nacional en vivo del encuentro de la madre con el
cadáver de su hija, el caso Candela dejó claro que la escena del hallazgo y su
custodia no formaban parte de las previsiones elementales de los responsables
de la investigación, lo cual sólo resultaría excusable si el lugar no tenía
relevancia alguna. Si es así y lo sabían anticipadamente, entonces
las explicaciones que deberían dar policías y fiscales involucrados debería ser
sobre cuestiones más problemáticas, algunas de las cuales aparecen
puntillosamente indicadas en el informe que, sobre el caso y sus
irregularidades, llevó adelante el Senado provincial. El modo en
que aparece espectacularizado el caso en su tratamiento mediático, hacen
inevitable la comparación con lo sucedido con Candela. El destrato hacia el
cuerpo en las circunstancias del hallazgo es una continuidad de la violencia
expresiva del crimen. También conduce a esa evocación y sugiere
reflexiones pendientes, la recurrencia de esconder el cuerpo durante varios
días y su aparición en una bolsa de basura, en algún rincón del conurbano
bonaerense. Claro que la edad de Candela, unos años más pequeña que Melina,
impidió que el tono dominante fuera el de su responsabilidad, asignada
completamente a su mamá. En Candela tampoco faltaron referencias a su
sexualidad, innecesarias y violatorias de su privacidad, que resultaron lo
suficientemente efectivas para ir esmerilando su condición de buena víctima.
11. Resulta indispensable contextualizar estas muertes violentas de
mujeres y niñas no como una excepcionalidad ni desconectadas de otras formas de
violencia. No son hechos monstruosos que irrumpen en una realidad que es
sacudida por ellos, son cosustanciales a los modos de relación dominantes, allí
se gestan y están contenidos. Son expresiones extremas de
configuraciones sociales y culturales en las que concurren violencias de
distinta intensidad, que se mantienen activas mediante pedagogías orientadas a
reforzar aquello que la militancia feminista denuncia a lo ancho del mundo:
vivimos en sociedades que enseñan a las niñas a no ser violadas en lugar de
enseñar a los varones a no ser violadores.
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